Una nación pecadora (Cap. 1:1-9)
Llamamiento a Isaías se le conoce merecidamente como el profeta evangelista, puesto que nos proporciona la exposición “más amplia y más clara del Evangelio de Jesucristo,” que se encuentra en el Antiguo Testamento. Similar en ciertos aspectos a la Epístola a los Romanos del Nuevo Testamento, Isaías sirve de compendio de las grandes doctrinas de la era pre-cristiana, y se ocupa de casi todos los temas cardinales en la escala de la teología. Se hace énfasis especial a la doctrina de Dios, Su Omnipotencia, Su Omnisciencia, Su Omnipresencia y Su amor Redentor. En oposición a los dioses imaginarios de los paganos adoradores de ídolos, Dios se revela como el vedadero Dios, soberano y Creador del universo, que ordena todos los acontecimientos de la historia según su propio plan maestro. Mediante la demostración de su autoridad e inspiración de su Palabra, El cumple maravillosamente las predicciones pronunciadas mucho tiempo atrás por los profetas. El es el sostenedor de la ley moral, que trae a juicio a todas las naciones impías de los paganos, aun las más ricas y poderosas de ellas, y las consigna a un montón de cenizas por toda la eternidad, mientras que Su pueblo escogido vive para glorificar Su nombre.
Es, por sobre todas las cosas, el santo de Israel a quien Isaías presenta como el Señor que lo inspiró a que profetizara. En su calidad de santo, requiere por encima de las formalidades de la adoración mediante sacrificios, el sacrificio vivo de una vida piadosa. Para este fin, presenta las persuasiones más vigorosas dirigidas a la conciencia de su pueblo, tanto en la forma de adversidades y llamados proféticos, como en amenazas de castigo diseñadas a llevarlos al arrepentimiento. Pero, como el santo de Israel, se presenta como inalterablemente obligado a su pueblo del pacto, y el garantizante fiel de sus misericordiosas promesas de perdonarles, cuando se arrepienten, y libertarlos del poder de sus enemigos. Está dispuesto a rescatarlos de los asaltos de sus arrogantes opresores gentiles, y restituirlos, de la esclavitud y del exilio, a la Tierra Prometida.
Y sin embargo, en el análisis final de las cosas, hasta los “creyentes israelitas, educados” según las enseñanzas del Antiguo Testamento, y gozando privilegios incomparables de accseso a Dios, demuestran ser inherentemente pecaminosos e incapaces de salvarse a si mismos del mal. Su liberación final sólo puede proceder del Salvador, El Mesías divino y humano. Este Emanuel, nacido de una virgen, que es el poderoso Rey mismo, y establecerá su trono como monarca sobre toda la tierra, y “pondrá en vigor las demandas de la santa ley de Dios, al establecer la paz universal,” bondad y la verdad sobre todo el mundo. Sin embargo, este Mesías soberano alcanzará el triunfo solamente como Siervo de Jehová, rechazado y despreciado por su propio pueblo, presentando su sagrado cuerpo como expiación por los pecados de todos ellos. Mediante el sufrimiento y la muerte, libertará el alma, no solamente de los verdaderos creyentes del Israel nacional, sino también de todos los gentiles de tierras distantes que abran el corazón para recibir la verdad. Tanto los judíos como los gentiles formarán un rebaño de fe y se constituirán sus súbditos felices de su reino milinario, que está destinado a establecer el gobierno de Dios, y asegurar la paz de Dios sobre la tierra.