El bautismo de Jesús

Esta importante hora sonó (posiblemente el verano o finales del año 28d.C.), cuando Juan el Bautista, hijo de Zacarías (Lucas. 1:80) recibió la misión de llamar al arrepentimiento, porque el Mesías iba a presentarse. Juan abandonó el desierto donde había vivido de manera ascética (renunciar a todo lo terrenal), y se dedicó ir a lo largo del Jordán, bautizando de lugar en lugar aquellos que recibían su mensaje. Hablaba como los antiguos profetas. Elías, de “manera particular,” llamaba al pueblo y a los individuos al arrepentimiento, anunciando la venida próxima del Mesías, cuyos juicios purificarían a Israel, y cuya muerte quitaría el pecado del mundo (Mateo. 3:1-17; Marcos.1: 1-8; Lucas. 3:1-8; Juan. 1:19-36). El ministerio de Juan tuvo una importancia profunda e inmensa. Multitudes acudían a oirle, hasta de Galilea. El sanedrín le “envió” unos fariseos, para preguntarle  con qué derecho se arrogaba tamaña autoridad. Las clases dirigentes no respondieron positivamente al llamamiento de Juan (Mateo. 21:25), pero el pueblo lo escuchaba con admiración y emoción. La predicación puramente religiosa de Juan el Bautista  convenció a las almas vedaderamente piadosas que el Mesías tanto tiempo esperado iba a venir por fin. Después de haber ejercido Juan su ministerio durante cierto tiempo, seis meses o quizás más, Jesús apareció entre la multitud y pidió al profeta que lo bautizara. El profeta comprendió, por el Espíritu, que Jesús no tenía necesidad de arrepentimiento, y discernió que El era el Mesías. “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿ y tu vienes a mí?” le dijo (Mateo. 3:14). Naturalmente, Jesús estaba plenamente consciente de que  El mismo era el Mesías. Su respuesta lo demuestra:  “Deja ahora, porque así conviene que  cumplamos toda justicia.” El bautismo de Jesús significa que se entregaba a la obra anunciada por Juan, y que tomaba, en gracia, Su lugar entre el remanente arrepentido del pueblo que había venido a salvar. Al salir del agua (Marcos. 1:10; Juan. 1:33-34), Juan vio que el cielo se abría y que el Espíritu de Dios, en forma de paloma, descendía y reposaba sobre Jesús; una voz hizo saber esto desde el cielo: “Este es mi Hijo Amado, en quien tengo complacencia”  (Mateo. 3:17).  Así, el poder del  Espíritu fue otorgado en toda su plenitud a la naturaleza humana de nuestro Señor, con vistas a Su ministerio (Lucas. 4:1,14). En el curso de Su ministerio se mostró de inmediato como un verdadero hombre y el Hijo de Dios.