A través de toda la historia de la humanidad, siempre ha existido en una sucesión sagrada e ininterrumpida, de un grupo de hombres y mujeres los cuales han confesado que son peregrinos y advenedizos sobre la tierra. En ocaciones, han tenido que vivir apartados de los demás seres humanos en los desiertos y las montañas, morando entre rocas y cavernas de la tierra. Con mayor frecuencia se les encuentra por las plazas y los mercados, y también por las aldeas, distinguiéndose del resto de la gente por su humilde vestimenta, su control y dominio sobre los apetitos y los deseos de la carne, su poco interés por las posesiones materiales, su indiferiencia hacia los elogios, las opiniones y el aplauso del mundo que los rodea; y tienen una mirada profunda pero inocente que vislumbran sus ojos, evidencia de que sus afectos se centran, no en las cosas transitorias de la tierra, sino en las realidades eternas que, por encontrarse detrás del velo de lo visible, solamente pueden ser comprendidas por la fe.
Estos son peregrinos. Para ellos las molestias y dificultades de la vida no son tan aplastantes ni tan difíciles de sobrellevar, porque todo esto no puede tocar sus verdaderos tesoros, ni afectar sus más profundos intereses. Son un pueblo que pertenece a un ámbito más sublime. Un peregrino no tiene mayor anhelo que transitar lo más pronto posible por la ruta señalada y llegar a su hogar permanente, para lo cual se empeña en cumplir sus deberes, satisfacer las demandas y ser fiel a las responsabilidades que pesan sobre él, pero siempre consciente de que no tiene aquí ciudad permanente, sino que espera la que ha de venir.
El apóstol Pedro escribió su primera carta a “los expatriados de la dispersión” (1 Pedro 1:1), Recomendándoles “como a extranjeros y peregrinos” que se abstuvieran de los deseos de la carne. Mucho tiempo antes de esto, en la edad de oro de la prosperidad de Israel, David, en nombre de su pueblo, confesó que ellos eran extranjeros y peregrinos como lo habían sido sus padres.
Veíamos cómo el patriarca continuaba su marcha hacia el sur, dirigiéndose a la tierra prometida, sin establecer residencia en ningún lugar hasta llegar a Siquem, en el corazón mismo del sitio donde nuestro Señor y Salvador, veinte siglos más tarde se sentó a descansar junto al pozo. En los tiempos de Abraham no había allí ninguna ciudad ni aldea. La región estaba muy poco poblada. El único punto de referencia en ese lugar era el venerable encinar de More. Fue allí, a la sombra de los árboles del valle, donde Abraham levantó su tienda; y allí también donde se terminó por fin el largo silencio, un silencio que había durado desde su primer llamamiento en Ur de los Caldeos. “Y apareció Jehová a Abraham, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierrra. Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido” (Génesis 12:7 ).